Mario Levrero, programador

De Borges se suele decir que prefiguró internet porque Google puede bien ser su Aleph y Wikipedia su Biblioteca de Babel, pero yo prefiero pensar que el método de Borges (los cuentos que parecen ensayos, los ensayos en los que conecta tres o cuatro ideas del tercer cordón de la Biblioteca Nacional para sacar una genialidad literaria o metafísica de la galera) es precursor de mucha escritura contemporánea y del estilo propio de la era de la información: Borges fue el primer bloguero.

Y, si Borges fue bloguero, Mario Levrero, escritor uruguayo de múltiples y curiosos oficios, fue involuntariamente hacker de computadoras: programador.

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Todas las notas sobre Jorge Mario Varlotta Levrero empiezan con un colorido resumen de sus actividades. Me quedo con el de Fogwill:

[Mario Levrero] fue fotógrafo en Montevideo, librero en Piriápolis, desocupado en muchos lugares, divulgador de temas científicos y matemáticos en revistas, inventor de crucigramas y puzzles por encargo, redactor en la revista Juegos de Mente en Buenos Aires y columnista brillante en la revista Posdata de Montevideo. Hacker amateur, coleccionaba antiguos programas de D.O.S. e imágenes porno, preferentemente orientales. Los últimos años vivió del fruto de una beca Guggenheim y de los alumnos de sus talleres literarios in vivo y por mail.

Levrero se consideraba un aficionado; le resultaba imposible escribir durante los períodos en que estaba empleado y le resultaba casi imposible escribir el resto del tiempo. Militó contra la solemnidad, contra la idea romántica del Escritor; sus ficciones —esas novelitas impecables, esos cuentos delirantes— son exploraciones espirituales, lúdicas, intuitivas. Su forma de apreciar el arte lo emparenta con David Lynch y con Chiqui Tapia: no trates de entenderlo, disfrutalo.

En vida fue un autor desconocido; sus textos eran difíciles de clasificar y las publicaciones vendieron poco. Pero póstumamente se convirtió en moda editorial, una especie de Bolaño rioplatense y agorafóbico. Las primeras novelas, similares en método y tono, conforman la que se llama una Trilogía involuntaria. Evocan a Kafka por el simple hecho de que Levrero trataba de imitarlo: leía El castillo por la noche y durante el día escribía esas novelas oníricas y claustrofóbicas aunque inequívocamente uruguayas1. Durante los años 80 publicó con mayor frecuencia colecciones de cuentos y novelas cortas, también en ese estilo que yo llamaría fantástico pero que para Levrero era realismo, porque rechazaba la idea de calificar de irreal al mundo interior del que provenían. Hacia el final de su vida desembocó en unos textos autoficcionales, diarios personales que hoy parecen ser los preferidos por la crítica.

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Escrito entre 1990 y 1991, El discurso vacío registra los intentos de Levrero de imponerse una rutina de escritura en cuaderno, con la esperanza de que un ajuste de su caligrafía conduciría a un ajuste en el resto de sus hábitos, a la recuperación de un control de sí mismo que había perdido. Pero durante la escritura era interrumpido o se distraía, se olvidaba de su propósito de mejorar la letra y se concentraba en el contenido narrativo del texto, ese discurso que emergía. Para no reprimir esa vertiente separó el proyecto en dos: los ejercicios caligráficos y la indagación sobre el discurso, presintiendo que, si lo dejaba fluir, de ahí surgiría algún sentido, un contenido subyacente de valor espiritual o psicológico.

Es en este registro cotidiano donde nos enteramos de la fascinación de Levrero por la computadora. Estudiando el código BASIC de un programa, dedujo que algunas instrucciones se ocupaban de producir sonidos y se pasó días enfrascado tratando de interpretarlas, probando variaciones para que la máquina chillara a su antojo:

Creo que la computadora viene a sustituir lo que un tiempo fue mi Inconsciente como campo de investigación. En mi Inconsciente llegué a investigar tan lejos como pude, y el subproducto de esa investigación es la literatura que he escrito (aunque al mismo tiempo también la literatura oficiaba como instrumento de investigación). Y la verdad es que el mundo de la computadora se parece mucho al mundo del Inconsciente, con cantidad de elementos ocultos, con un lenguaje a desentrañar. Lo más curioso es el valor que le atribuyo a la investigación de algo que, en definitiva, no representa para mí ninguna utilidad. Sin embargo reconozco que lo percibo como un valor inmenso, como si en la máquina hubiera ocultas unas claves de importancia vital.

Las notas del diario traslucen la curiosidad y el ensimismamiento típicos del hacker pero, aislado en sus exploraciones, Levrero se perdía en un laberinto de ingeniería reversa que lo absorbía por completo sin llevarlo a ninguna parte. Se quedaba con la idea de que su relación compulsiva con la computadora era una forma de escapismo, una adicción. Pienso que si hubiera nacido en otra época o en otro lugar, o si no hubiera tenido la fobia a los aviones que lo ancló toda su vida al Río de la Plata2, Mario Levrero habría sido un hacker de profesión o de vocación, habría encontrado ahí lo que penosamente le arrancaba a la escritura. Así lo puso en una entrevista imaginaria que se hizo a sí mismo:

Antes de escribir traté de hacer cine, hasta que me di cuenta de que en Uruguay era imposible. Terminé escribiendo porque era mucho más barato, y porque me faltó disciplina para aprender música o pintura o para ser médico o psicólogo. Después que uno encuentra un modo de expresión, se le hace fácil y cuesta salirse de él, pero no quisiera descartar del todo la posibilidad de empezar de vuelta, con otro medio de expresión. Tampoco quisiera descartar del todo la posibilidad de no hacer nada.

Y, años más tarde, en su novela luminosa:

No he devenido escritor por vocación, sino por complejas razones socio-político-económico-psíquicas. En este preciso instante, por ejemplo, más que estar escribiendo quisiera estar, por ejemplo, ideando un juego para computadoras, filmando una película, tocando algo de Bach en el órgano de una catedral antigua…

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En el año 2000, Levrero recibió una beca Guggenheim para corregir y extender un borrador de novela que venía arrastrando hacía 16 años. Su proyecto intentaba capturar una experiencia personal que había tenido, una de esas experiencias trascendentales que él llamaba luminosas. El problema era que, pese a ese recuerdo que resurgía obsesivamente, estaba convencido de que las experiencias luminosas no podían ser narradas: se desnaturalizaban en el papel, no podían ser transmitidas al lector en forma de literatura.

Así que, una vez cobrado el dinero de la beca, en lugar de escribir su novela se pasó un año preparándose para escribirla. Acondicionando su departamento para el ocio que él consideraba requisito necesario para el trabajo, deshaciéndose de compromisos, tratando una vez más de estabilizar su vida y su inconsciente. El proceso está registrado en un Diario de la beca, que se extiende por 450 páginas y aparece como el prólogo de su libro. Le siguen el mismo puñado de capítulos que había escrito años atrás, que quedaron inconclusos, conformando su Novela luminosa lo que Levrero llamó el testimonio de un fracaso, reafirmado en su idea de que una experiencia luminosa no podía ser escrita.

El Diario de la beca es la exageración del Discurso vacío. En lugar de la casa en Colonia y la vida en familia a la que le atribuía tantas interrupciones, tenemos ahora a un Levrero aislado en su departamento montevideano, visitado ocasionalmente por unas palomas, distrayéndose a sí mismo. La computadora ya no aparece ocasionalmente sino en prácticamente todas las entradas del diario. Pretendía usarla para escribir pero al final se distraía con juegos, programando, rompiendo y arreglando el sistema operativo3. Como el proyecto que se había propuesto era impracticable, en lugar de realizarlo se pasaba el tiempo en la computadora; como la experiencia que pretendía abordar era abstracta e inefable, el tema de la novela terminó siendo esa postergación.

El Visual Basic es un puente hacia un rescate de mí mismo; cuando tengo necesidad de programar, es porque estoy despegándome de los jueguitos. Después de programar satisfactoriamente, la escritura me queda más accesible; tengo mejor disposición. El lenguaje de programación parece ser, según me di cuenta hace ya cierto tiempo, una transición necesaria entre un estado digamos de dependencia, hacia otro de mayor libertad mental. En la programación hay un buen margen de creatividad; no es como un juego donde uno es un instrumento pasivo, casi idiota, que se mueve insensiblemente de manera casi mecánica apenas por reflejos condicionados. De cualquier manera, tanto los juegos como la programación son formas de evadir la angustia difusa; la programación me toma la mente en mayor medida aún que los juegos y a menudo, como ayer, me acuesto pensando cómo solucionar un problema, y trabajo en eso durante el sueño; es como si con esos problemas que yo mismo me planteo consiguiera acotar hasta los sueños.

Levrero construía él mismo laberintos de los que se proponía salir. Participaba, como muchos programadores, de la superstición de que los problemas humanos se pueden resolver mejorando la tecnología. Escribió un programa para contar sus horas frente a la pantalla y así medir los vaivenes de su adicción, que no se redujo. Programó una alarma para acordarse de tomar los remedios pero, cuando sonaba, la apagaba y se olvidaba de tomarlos. Creó un segundo usuario de Windows para su “yo escritor”, con el escritorio despejado, para evitar tentaciones. No funcionó: tuvo que volver a escribir en un cuaderno. Navegaba en internet, leía tutoriales, bajaba utilidades, colecciones de iconos, pornografía. Cambiaba la versión de Windows, editaba el registro, defragmentaba el disco. Le explotó un monitor, compró un reemplazo que resultó defectuoso, se quedó sin tinta en la impresora, compró un escáner, compro discos ZIP, compró más memoria, compró otra computadora. Cada tarea la iniciaba con la excusa de volverse más eficiente o más disciplinado en el uso de la computadora o más ordenado en su vida, pero con cada intento de arreglo terminaba rompiendo otra cosa, atrás de cada problema que inventaba se escondía uno más grande para robar su atención.

Ya lejos de los argumentos fantásticos de los primeros libros, Levrero cerró con La novela luminosa el círculo de su obra al convertirse él mismo o, en todo caso, su proyección en el diario, en personaje kafkiano: las sucesivas postergaciones del acusado en El proceso y del agrimensor en El castillo, son acá las de un viejo escritor uruguayo, sentado de madrugada frente a una computadora, jugando, programando, registrando en su diario todas las maneras de no realizar su proyecto irrealizable.

Fuentes

  • Los libros de la guerra, Fogwill.
  • Conversaciones con Mario Levrero, Pablo Silva Olazábal.
  • La ciudad, Mario Levrero.
  • El discurso vacío, Mario Levrero.
  • Entrevista imaginaria con Mario Levrero, Mario Levrero.
  • La novela luminosa, Mario Levrero.

Notas


1

Yo entré a Levrero por la primera novela de la trilogía, La ciudad. Me fascinó tanto que por un tiempo me dediqué a imitar a Levrero imitando a Kafka, con resultados mucho menos felices.

2

Con la excepción de una aventura francesa registrada en Burdeos, 1972.

3

Comparo a Levrero encerrado en su casa, evitando la luz del día, sobreviviendo a base de milanesas que le manda su ex-pareja, renegando del trabajo, llenando las horas con el buscaminas y novelas policiales, con la vida que llevamos durante la cuarentena. Comparo la vida que llevamos durante la cuarentena, las calles desiertas, la gente de barbijo, con perros o disfraces de delivery por permisos de circulación, con las imágenes de un sueño de Levrero.


Facundo Olano Pienso que, si hubiera nacido en otra época o en otro lugar, Mario Levrero habría sido hacker de profesión o de vocación, habría encontrado ahí lo que penosamente le arrancaba a la literatura.