Del videojuego como puzzle


En ciencia y tecnología, como en la discografía de Frank Zappa, se suele decir que la necesidad es madre de la invención. Pensando en los juegos de computadora, cada sucesiva innovación —los primeros gráficos, los colores, el CD-ROM, el audio, la aceleración 3D— trajo aparejada una ola de juegos centrados en explotar las nuevas posibilidades del hardware pero, de la misma manera que hoy preferimos Jurassic Park a sus secuelas, los viejos y los nostálgicos nos acordamos menos de aquellas demostraciones exuberantes que de otros juegos que, con menos recursos, expandieron el campo de lo posible en una computadora.

Así, el Colossal Cave Adventure probó que, apenas con texto y algunas nociones de cartografía, esas carísimas calculadoras podían ser también motores de la imaginación.

Así, un grupo de hackers de UNIX, apelando a los caracteres ASCII como símbolos para construir y poblar las cavernas de su Rogue, inventaron un nuevo tipo de aventura en el que cada partido era un juego diferente.

Así, Mark Ferrari, aquel ilustrador de Lucasfilm Games, le encontró la vuelta a la paleta de 16 colores usando dithering —la técnica de intercalar pixeles para producir la ilusión de profundidad—, sacándole canas verdes a los programadores que, a su vez, tuvieron que mejorar sus algoritmos de compresión para que ese tipo de imágenes entrara en el disco.



Para su segundo juego, Jordan Mechner quería evocar los primeros minutos de Cazadores del Arca Perdida, en los que se presenta a Indiana Jones saltando, rodando por el piso, colgando de un foso y escapando de una bola de piedra gigante. Mechner aspiraba a que el jugador de Prince of Persia se compenetrara con su héroe, que se contagiara de la sensación de peligro inminente y se sintiera él mismo colgando al borde del abismo.

Ya había videojuegos de acción y aventura pero ninguno lograba reproducir aquella emoción hollywoodense. Mechner lo atribuía a la crudeza con que se representaba a los personajes y la falta de realismo que gobernaba sus movimientos. Para solucionar ese problema, buscó inspiración en las viejas películas de Disney, en una técnica llamada rotoscopia que consistía en filmar actores reales y “calcar” sus movimientos al producir el dibujo animado. Claro que su presupuesto era limitado y, de hecho, no existían los escáners ni mucho menos hardware de video para su Apple II.

Convencido de que la rotoscopia era el camino para realizar su visión, se dedicó a imitarla con como pudo, a lo McGyver. Primero, filmaba a su hermano en un playón de estacionamiento, actuando los movimientos del héroe: corriendo, saltando y colgando como Indiana Jones. Después, reproducía la filmación cuadro por cuadro en una habitación a oscuras, sacándole fotos al televisor con una cámara analógica. Mandaba a revelar las fotos, las pegaba una al lado de otra en una hoja, resaltaba con marcador y cinta borradora los contornos del cuerpo y fotocopiaba la hoja para obtener imágenes de mucho contraste. Colocaba la fotocopia sobre un soporte y volvía a filmar, esta vez con la cámara conectada a su Apple II: no existía hardware de video pero sí un aparato para capturar un cuadro estático en pantalla, que después podía “calcar”, pixel por pixel. Por último, reproducía la secuencia de imágenes digitalizadas, recreando los movimientos de su hermano, ahora introducido en su videojuego.

Lo maravilloso de la animación rotoscópica, aún del remedo de Mechner, es que capturaba el movimiento humano con una fluidez y un detalle imposibles de reproducir artificialmente. Y ese realismo se preservaba incluso en su anticuada Apple II y hasta en los infames 4 colores de la PC CGA. Comparada con otros juegos de la época (Golden Axe, Prehistorik), la animación del héroe hoy casi resulta inquietante, la sombra de algo que está ahí pero que no alcanzamos a ver.

Por la limitadísima capacidad de memoria y lo oneroso de la producción, Mechner no se podía dar el lujo de agregar otros personajes. Necesitado de hacer su juego más desafiante, se le ocurrió reciclar la imagen de su héroe, proyectando su negativo para introducir un antagonista (shadowman), lo que inesperadamente definió la esencia del juego y reorientó los planes de diseño.

La técnica de rotoscoping se usaría en otros clásicos, los franceses Another World y Flashback, cada cual a su manera un sucesor espiritual de Prince of Persia, y también en el siguiente juego de Mechner, la aventura de época The Last Express. Ninguna de las superproducciones habilitadas por el video digital y la virtualmente infinita capacidad de los CDs tuvo resultados comparables a los logrados con el rotoscoping, a base de ingenio y austeridad.



Las limitaciones del hardware, lejos de ser un impedimento resultaron un impulso para la innovación. Ideas parecidas se expresan en las artes tradicionales al decir que las restricciones engendran creatividad o que “la forma es liberadora”. El tamaño del lienzo y la paleta de colores en la pintura; la métrica y la rima en poesía; los actos y las escenas en teatro, son estructuras que establecen el universo de posibilidades a ser abarcadas y estudiadas. Definen unos límites que entonces pueden ser compensados, cuestionados o subvertidos para crear algo nuevo.

No solo en la forma, sino también en el contenido, la restricción puede ser un recurso creativo: el estándar de jazz, las consignas o imágenes disparadoras en escritura, la naturaleza muerta o el autorretrato en pintura. En vez de paralizarse ante la infinidad de posibilidades (la “página en blanco”), el artista se enfoca en resolver el obstáculo concreto que tiene enfrente con las herramientas a su alcance. De igual manera, en el mundo de los videojuegos, las que alguna vez fueron respuestas a los límites del hardware terminaron definiendo formas a las que recurrir para la experimentación y el ejercicio.

Así, durante casi una década, Infocom insistió en el modelo de Adventure, convirtiendo lo que inicialmente era una necesidad —restringirse al texto— en una marca registrada, profundizando sus ficciones interactivas mientras la competencia invertía sus recursos en mostrar gráficos rudimentarios.

Así, el diseño del Rogue —arte ASCII, niveles generados algorítmicamente y permadeath— se propagó como virus por la comunidad UNIX, inaugurando un nuevo género, nicho de infinitas variaciones que no solo sigue vigente sino que extendió su influencia hasta clásicos modernos como Diablo y Minecraft.

Así, los desarrolladores independientes siguen apelando al pixel art para tocar sensibilidades inaccesibles a las técnicas modernas. Lucas Pope reinventa el dithering de Mark Ferrari para proyectar tres dimensiones en un solo color. La comunidad de PICO-8 produce un arsenal de juegos con los escasos recursos de una consola imaginaria.



Bien entrada la tarde, las traducciones desparramadas en el piso del living, Carlos Frías, el editor de Emecé, golpeó la puerta del departamento de Barnstone en la calle Maipú.

—Borges le manda un mensaje sobre los sonetos —dijo el editor.

—¿Qué dice?

—En su traducción del poema sobre Whitman, “Camden, 1892” —dijo Frías tímidamente—, Borges piensa que la última rima está mal. No encontró una rima consonante con las últimas palabras del soneto: “Walt Whitman”.

Se preguntó por qué no lo llamó o vino en persona. Borges vivía enfrente y se veían seguido, Barnstone le había leído sus traducciones, ¿para qué un mensajero?

Empezó a rebuscar justificaciones, defendiendo las rimas imperfectas, diciendo que los poetas modernos prefieren las rimas asonantes, que… —Borges quiere que se esfuerce un poco más —lo interrumpió Frías. Estaba preparado para esas excusas.

Así que Barnstone se esforzó un poco más. Descubrió que no era más difícil lograr rimas perfectamente consonantes y que ese logro traía otras ventajas. Como escribió Antoine de Saint-Exupéry en su novela Vuelo de Noche: uno se mide según la resistencia con la que se encuentra. Cada obstáculo formal forzaba su imaginación a mirar más allá. Adentrándose en lo desconocido, Barnstone evitaba la tentación de la traducción literal. Era asombroso lo que esperaba ahí, desapercibido, si hacía el esfuerzo de encontrarlo. No alcanzaba con uno o dos intentos sino diez, quince, hasta que, de la nada, surgía una versión que recreaba musical y semánticamente el original, sin dañar el sonido, sin diluir el sentido.



Los miembros del Oulipo se definen a sí mismos como ratas que construyen ellas mismas el laberinto del cual se proponen salir. Fundado a mediados del siglo XX por un grupo de literatos y matemáticos franceses, este Ovroir de Littérature Potentielle se dedica a estudiar el uso creativo de las restricciones (contraintes), reconociéndolas como un estímulo para la imaginación, capaces de revelar el potencial oculto del lenguaje. Por un lado, estudian y actualizan los usos de la restricción en la historia de la literatura; por el otro, inventan nuevas técnicas y las aplican a la producción de textos literarios.

Los ejercicios de estilo, por ejemplo, invierten la idea de que “la forma es liberadora” al fijar un contenido (alguna anécdota trivial) y ensayarlo en todas sus formas posibles (distintos narradores, tiempos verbales, formas poéticas, etc.). El método S+7 consiste tomar un texto y reemplazar cada sustantivo por el séptimo sustantivo que lo siga en el diccionario. Aplicado a un párrafo de este texto, el S+7 produce:

El vidrio como puñalada provee una saudade parecida a la del ron y, acaso, a la de animar piñas en ocho columnas, a la de traducir un pogrom, a la de demostrar una teosofía, a la de escribir un novillo oulipiano, a la de escribir esto, a la de programar.

Lo que en este caso es un mero entretenimiento constituye el proyecto literario de algunos autores. De los miembros de Oulipo, Georges Perec es —con la posible excepción de Italo Calvino— el más notorio. Toda su obra está atravesada por el uso de la restricción y la exploración de la forma. Escribió novelas que inventarian recuerdos, cosas y lugares, respectivamente; escribió una novela lipogramática, La disparition, que excluye la letra e, la más frecuente en la lengua francesa (traducida al español como El secuestro, omitiendo la a); escribió, incluso, una obra de teatro basada en un diagrama de flujo sobre El arte de abordar a su jefe para pedirle un aumento. Y escribió, durante 10 años, una obra maestra que contiene a todas las demás.



Así explica Perec su proyecto para La vida instrucciones de uso:

Me imagino un edificio parisino al que se ha quitado la fachada de modo que, desde la planta baja a la buhardilla, todos los aposentos que se hallan en la parte anterior del edificio sean inmediata y simultáneamente visibles. La novela se limita a describir las habitaciones puestas al descubierto y las actividades que en ellas se desarrollan, todo ello siguiendo procesos formales.

El edificio forma una grilla de 10x10: diez ambientes en cada uno de sus diez pisos, incluyendo sótanos, escaleras, habitaciones de servicio, etc. No los visitamos en orden, sino siguiendo una solución al problema del caballo: como si el edificio fuera un tablero de ajedrez, saltamos de una habitación a otra hasta cubrirlas todas, sin repeticiones.

Para “rellenar” cada casillero, Perec armó un cuadro latino ortogonal con el que obtenía 42 temas que debían figurar en cada habitación/capítulo. Así, por ejemplo, en el capítulo 23 tenían que aparecer unas citas específicas de Joyce y de Verne, una biblioteca, un gato, una reproducción de Las Meninas, una revista de palabras cruzadas, etc.

De esta rigurosa estructura resulta una novela que parece contenerlo todo. La narración progresa como una cámara describiendo muebles y cuadros que refieren hábitos de alguno entre 1500 personajes, tejiendo historias dentro de las historias, un Aleph que engorda a casi seiscientas páginas aquella carilla de Borges. Las historias se encastran como las piezas de un rompecabezas, un tema recurrente de la novela. En el centro de todas está la de Bartlebooth:

Imaginemos un hombre cuya riqueza sólo se pueda comparar con su indiferencia por todo lo que la riqueza suele permitir de ordinario y cuyo deseo, mucho más orgulloso, estriba en querer abarcar, describir, agotar, no la totalidad del mundo —proyecto que se destruye con sólo enunciarse—, sino un fragmento constituido del mismo: frente a la inextricable incoherencia del mundo, se tratará entonces de llevar a cabo un programa en su totalidad, sin duda limitado, pero entero, intacto, irreductible. En otros términos, Bartlebooth decidió un día que toda su existencia quedara organizada en torno a un proyecto cuya necesidad arbitraria tuviera en sí misma su propia finalidad.

Durante diez años, Bartlebooth se dedicó a estudiar el arte de la acuarela. Durante los siguientes veinte años, recorrió el mundo pintando escenas de puertos, a razón de una cada quince días. Cada vez que terminaba una acuarela la enviaba a un artesano, que la pegaba sobre una placa de madera y la recortaba para formar un rompecabezas. Durante otros veinte años, ya de vuelta en Francia, Bartlebooth se dedicaría a armar esos rompecabezas, siguiendo el orden en que había pintado cada escena, recuperando el lugar que había visitado. Cuando terminaba un puzzle, lo mandaba a destruir para que al final no quedara rastro de aquella operación que lo había movilizado por medio siglo.

Esta historia tiene su reverso en la de Gaspard Winckler, el carpintero que fabricaba los rompecabezas, también vecino del edificio. Cada vez que recibía una de las acuarelas de Bartlebooth, la pegaba sobre un soporte, la barnizaba, la estudiaba durante días con una lupa. Trataba de mirarla con los ojos del autor que había presenciado la escena y la había pintado y que intentaría reconstruirla. Apoyaba una hoja de calcar sobre la acuarela y trazaba los contornos de las piezas, ocultando señas, multiplicando engaños. Basado en el calco armaba un molde que le servía de guía para cortar el cuadro con su sierra. Pulía cada pieza y las guardaba todas en una caja, que esperaría 20 años a ser abierta.



La mirada sigue los caminos que se le han reservado en la obra.

La frase es de un cuaderno del pintor Paul Klee y es la cita que abre el Preámbulo de La Vida instrucciones de uso. Después, Perec nos explica el arte de los rompecabezas. Nos dice que es un arte del conjunto, que no tiene sentido analizar las piezas aisladamente: el puzzle es una forma, una estructura. Dice que los puzzles industriales, cortados a máquina, carecen de interés: un cortado aleatorio producirá necesariamente una dificultad aleatoria.

El arte del puzzle comienza con los puzzles de madera cortados a mano, cuando el que los fabrica intenta plantearse todos los interrogantes que habrá de resolver el jugador; cuando, en vez de dejar confundir todas las pistas al azar, pretende sustituirlo por la astucia, las trampas, la ilusión: premeditadamente todos los elementos que figuran en la imagen que hay que reconstruir servirán de punto de partida para una información engañosa. (…) De todo ello se deduce lo que, sin duda, constituye la verdad última del puzzle: a pesar de las apariencias, no se trata de un juego solitario: cada gesto que hace el jugador de puzzle ha sido hecho antes por el creador del mismo; cada pieza que coge y vuelve a coger, que examina, que acaricia, cada combinación que prueba y vuelve a probar de nuevo, cada tanteo, cada intuición, cada esperanza, cada desilusión han sido decididos, calculados, estudiados por el otro.

Lo que nos dice Perec, refiriéndose en la superficie a los rompecabezas y en el fondo a la literatura y, en particular, a la novela que inicia —a la tarea de leerla como de haberla escrito—, vale también para el al arte o, en todo caso, para una forma de abordar el arte. Y vale para los videojuegos o, en todo caso, para ciertos videojuegos: para cierta manera de abordarlos como diseñador y como jugador.



Si bien hay videojuegos de género puzzle, no necesariamente siguen la lógica del rompecabezas artesanal que describe Perec. Tomemos como ejemplo al Tetris, el mejor representante del género. El trabajo de Alekséi Pázhitnov terminó en los años 80, en la Unión Soviética, al definir las reglas generales del juego y la forma de las piezas. Desde entonces, los jugadores nos quedamos solos frente a las tiranías del azar y del reloj, que nos mandan piezas cada vez más rápido. El Tetris se parece más a un puzzle industrial, cortado aleatoriamente por una máquina.

En el otro extremo del espectro de los videojuegos hay vastos mundos en los que poco queda librado al azar: cada piedra fue pulida y cada flor plantada deliberadamente por un ser humano. Pero cuando cabalgamos por el bosque en el Witcher o el Zelda nos sumergimos en una experiencia: nos entregamos al canto de los pájaros y al arrullo del ventilador de la GPU. Ahí tampoco hay diálogo, el diseñador es como un Dios al que no le vemos la mano.

Es en la vieja ficción interactiva y en las aventuras gráficas donde tradicionalmente vamos a encontrar aquella dinámica del rompecabezas; no en cada uno de los que comúnmente se denominan puzzles en esos juegos sino en el todo que conforman, en el conjunto cuyos elementos son el inventario, los verbos, los personajes y el entorno con los que podemos interactuar. Como nos enseñó Ron Gilbert, si el diseñador hizo bien su trabajo tuvo que anticiparse a los movimientos del jugador para asegurarse que siempre conozca su propósito, que los problemas surjan antes que sus soluciones, que no haya callejones sin salida, que el juego sea desafiante sin ser arbitrario.

Pero también hay puzzles en lugares menos obvios: en los niveles del primer Super Mario, en los pasillos del Prince of Persia, en los escenarios del Commandos y su heredero Shadow Tactics, e incluso en el frenesí sanguinario del Hotline Miami. En todos esos casos el juego solitario esconde un uno contra uno. El diseñador juega partidas simultáneas, a ciegas, diferidas, contra todo el mundo.



El videojuego como puzzle requiere que haya intencionalidad del autor y que esta sea perceptible. Y exige del jugador la predisposición a relacionarse con la forma antes que con el contenido del juego, a entenderlo como artefacto antes que como historia, experiencia o ejercicio de destreza.

El videojuego como puzzle es el reverso de la restricción creativa: el diseñador presenta un problema restringido por unas reglas y unas herramientas, y el jugador adquiere esas herramientas y aprende a aplicarlas, descubre las reglas y las pone a prueba, razona la manera de combinar los elementos disponibles —según lo anticipó el diseñador, siguiendo indicios, eludiendo obstáculos— para encontrar, para crear, una solución.

El videojuego como puzzle provee una satisfacción parecida a la del rompecabezas y, acaso, a la de animar pixeles en ocho colores, a la de traducir un poema, a la de demostrar un teorema, a la de escribir una novela oulipiana, a la de escribir esto, a la de programar. Ese diálogo entre quien maneja un instrumento y un otro intuido o imaginado; esa disposición de unos recursos limitados, con ingenio y hasta creatividad, para resolver un problema, son, también, formas de la felicidad.

Fuentes



Facundo Olano El videojuego como puzzle se parece a animar pixeles en ocho colores, a traducir un poema, a escribir una novela oulipiana, a programar.