Sueño submarino

Falta poco para llegar, volvemos de algún campamento o viaje de egresados con los compañeros del colegio, nos desplazamos en una especie de submarino gigante. Estamos en un recinto con paredes y columnas metálicas, la habitación es tan grande que se parece a esos hangares espaciales por donde ingresan las naves en Star Wars. Cambia el punto de vista hacia el exterior del submarino; no se lo ve en el agua sino flotando en el aire a escasa altura, sobre la avenida Costanera, esquivando árboles y postes de luz. La imagen lo muestra como una nave flotante pero es un submarino y está bajo el agua, es algo que no se ve pero se sabe y se siente en el interior, en el hangar donde desayuno con mis compañeros.

Estamos sentados en unas mesas de tablones alargados, como de quincho. Al lado mío están Maciel, Neri, Ota; terminamos de desayunar, hablamos de cosas sin importancia, nos tiramos pedazos de pan con los de la mesa de enfrente. En un extremo del hangar hay un portón corredizo y más allá otro recinto, como un hall, en cuyo centro se elevan dos escaleras que salen al exterior a través de una escotilla. Todas las otras paredes del hangar están pobladas de aberturas que comunican con las celdas o cabinas en las que dormimos; al pensar en ellas cambia el punto de vista y veo mi propia celda, cuatro camas empotradas en la pared metálica, la mochila vacía, mis pertenencias desparramadas sobre la cama y el suelo; recorro las cosas con la vista, me extraño y me inquieto porque me gusta armar mi equipaje con tiempo, casi siempre lo hago la noche anterior sin importar el horario de viaje y en este caso se sabe que estamos cerca —acaso el submarino vaya a estacionar en la terminal de ómnibus de Retiro—, no me explico cómo pude postergar la tarea.

Gritamos, nos levantamos de las sillas, nos ponemos a poguear con los de la mesa de enfrente, Pancho me roba el bolso de mano, busca algo que saquear en los bolsillos pero lo único que hay es un pañuelo de tela. A falta de otra cosa, se suena los mocos, vuelve a poner el pañuelo adentro del bolso y quiere devolvérmelo. Le digo que no, que ahora tiene sus gérmenes, que es peligroso que yo saque a pasear los gérmenes de otra persona. Ota y Maciel están de acuerdo. Le digo que se lleve la mochila, que la lave en su casa y me la devuelva; Pancho putea.

Cambia la perspectiva, otra vez se ve al submarino maniobrando trabajosamente sobre la avenida, demasiado bajo y demasiado lento, se demora en un giro y embiste lo que parecería ser un quiosco de revistas pero más probablemente sea un puesto de choripanes. Uno esperaría que semejante nave haga volar en mil pedazos al puestito pero es el submarino el que se lleva la peor parte. De vuelta en el hangar se apagaron las luces y suena una alarma; no vemos pero sabemos que el submarino se está llenando de agua, sabemos que se hunde aunque la imagen lo mostraba volando y aunque, por ser un submarino, ya estuviera sumergido; se hunde como un micro que se desbarranca y cae al mar, el techo se viene abajo como una piscina que se desfonda.

Yo tengo el impulso de salir nadando hacia la superficie antes de que la caída nos deje a una profundidad insalvable pero la siguiente imagen desmiente lo anterior: el submarino vuelve a ser un submarino, uno que se inunda, sí, pero al menos no se hunde, el agua se filtra y nos moja los talones pero todavía hay un techo. La situación es relativamente menos apremiante pero persiste el impulso de nadar por el aire hasta la escalera en la sala contigua y abandonar la nave; intento moverme pero las piernas no responden, el agua me aferra los tobillos como cemento.

En eso entra a la sala la coordinadora del viaje, una mujer con aire de profesora de ciencias, y nos pide que mantengamos la calma. Se sienta en una de las mesas alargadas y abre un manual de operaciones —un libraco que evoca plantas nucleares soviéticas—, busca un procedimiento para emergencias. Se toma su tiempo, se moja el dedo para pasar las páginas como si no corriera el agua por las paredes, por las espaldas.

Yo sigo desesperado por salir pero cedo ante la autoridad de la Profesora, admito que hasta ahora me preocupé únicamente por mi propia supervivencia, mientras que la Profesora se hace responsable por el grupo. Después de otro rato de gestos concentrados y resoplidos de fastidio, sin embargo, llega a la conclusión de que no hay manera de salvar la nave y que tenemos que evacuar ordenadamente. Nos manda a todos a nuestras cabinas a buscar provisiones y a reunirnos en diez minutos alrededor de la escalera de salida. Nos pide específicamente no perder el tiempo tratando de salvar el equipaje. No sé exactamente qué se propone pero evidentemente anticipa algún tipo de expedición de supervivencia porque la orden es reunir todos los alimentos que encontremos, como si nos dispusiéramos a esperar el rescate en una isla desierta.

Me apuro hacia mi cabina y pienso para mis adentros que es precisamente este tipo de catástrofe la razón por la que uno se toma el tiempo de preparar el equipaje con antelación y que, aunque sobreviva, nunca me voy a perdonar que mis pertenencias hayan quedado desparramadas, flotando por los pasillos del submarino. Cargo el bolso de mano con los dos alfajores y la botella de agua mineral que me quedan, y vuelvo hacia el hall de entrada, donde el resto del grupo se coloca en fila india para salir por la escalera. Me pongo después de Maciel y Ota; atrás mío viene Neri. Nos puteamos y tiramos agua con los de la hilera de al lado; del otro lado Pancho agita el pañuelo que me robó. La fila avanza despacio. No tengo idea de cómo se supone que vayamos a abrir la escotilla siendo que es desde arriba de donde cae el agua, a esta altura ya cubriéndome los hombros. Y no tengo tiempo de averiguarlo.



2021-05-26 #ficción
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Facundo Olano Falta poco para llegar, volvemos de algún campamento o viaje de egresados con los compañeros del colegio, nos desplazamos en una especie de submarino gigante. Estamos en un recinto con paredes y columnas metálicas, la habitación es tan grande que se parece a esos hangares espaciales por donde ingresan las naves en Star Wars. Cambia el punto de vista hacia el exterior del submarino; no se lo ve en el agua sino flotando en el aire a escasa altura, sobre la avenida Costanera, esquivando árboles y postes de luz. La imagen lo muestra como una nave flotante pero es un submarino y está bajo el agua, es algo que no se ve pero se sabe y se siente en el interior, en el hangar donde desayuno con mis compañeros.