Mi descubrimiento de América

Subrayados

Lo digo para afirmar el derecho y la necesidad que tiene el poeta de reorganizar y reciclar el material visible, en vez de pulir lo que es evidente a simple vista.

Vladimir Maiakovski viaja a América o —de acuerdo al título de su crónica— descubre América en 1925. Al modo de Colón o Hernán Cortes1, llega en barco a Cuba, cruza a México y hace una “relación” de su viaje para sus compatriotas.

La primera clase vomita donde se le da la gana; la segunda, sobre la tercera, y la tercera sobre sí misma.

Lo primero que me llama la atención, muy al comienzo, antes de desembarcar en Cuba, es que Maiakovski se queja de lo pobre que es el periódico de a bordo del vapor que lo trae de Europa. Me parece insólito el concepto de editar un diario arriba de un barco, me pregunto si sería una responsabilidad adicional de alguno de los miembros de la tripulación o si efectivamente tenían a alguien dedicado exclusivamente a ella. En tanto profesión improbable, me gustaría emparentar al periodista de transatlántico con el detective de hotel que aparece en las novelas de Chandler y en el film-noir.

En estas casas no hay ventanas, y a través de las puertas abiertas se ven familias de ocho o diez personas hacinadas en una habitación.

Un automóvil intenta alcanzar a otro; juntos, intentan alcanzar al ómnibus, y ya todos juntos suben a las veredas donde cazan peatones imprudentes.

Acostumbrado como estoy a los relatos contemporáneos de viaje y a la ficción del yo donde todo es tamizado por el ego del narrador, me impacta el tono lejano con que Maiakovski describe los lugares que visita. El ruso rara vez habla de sí mismo, de sus sensaciones o sus actividades, se limita a describir lo que observa con autoridad: el barco es así, Cuba es así, América es así. No sé precisar si esto responde al estilo de la época o sencillamente a que Maiakovski conoce a su público y sabe que a este no le importa él sino América: el obrero soviético, que puede conocer una docena de poetas en el café del barrio pero que nunca va a salir de la Patria, quiere que le cuenten el Nuevo Mundo2. Esto contribuye a aquella sensación de que el texto se emparenta más con los diarios de los descubridores que con las crónicas contemporáneas.

Y como nadie está mirando me permito extrapolar y situar en una misma línea los diarios de Colón y Cortés3, este texto de Maiakovski y los relatos de ciencia ficción sobre la exploración de otros planetas. ¿Podríamos imaginarnos un relato de Bradbury en el que el narrador se demorase en evocaciones de la infancia y edipos mal resueltos en lugar de describirnos las geografías marcianas?

En México todo el mundo lleva el dinero en bolsos. La frecuencia con la que cambian los gobiernos (durante veintiocho años hubo treinta presidentes) ha quebrado la confianza en cualquier tipo de papeles. Por eso andan con los bolsos.

El revolucionario mexicano es cualquiera que derroque al poder con armas en la mano, no importa de qué poder se trate. Y, como en México cualquiera ha derrocado, está derrocando o quiere derrocar a algún poder, todos son revolucionarios.

Acaso la parte menos interesante del texto es la dedicada a Estados Unidos, en particular a Nueva York, porque ya sabemos de memoria sobre los automóviles, los subterráneos y los rascacielos de la metrópoli. En efecto, conocemos mejor algunas esquinas de Manhattan que muchos rincones del conurbano; el hecho de que un paisaje de Cuba o México resulte más exótico para un porteño que el de una ciudad estadounidense es sintomático de la invasión cultural sobre la que el propio Maiakovski advierte en el texto4.

La burguesía posee toda la electricidad y come con velas. Le tiene un pánico inconsciente a su propia luz eléctrica. Está perpleja como un mago que ha conjurado espíritus que no sabe controlar. La mayoría tiene la misma actitud hacia el resto de los avances técnicos.

En la mayoría de mis lecturas la electricidad es un elemento ambiental, binario: o todavía no se inventó o está en todas partes. Por primera vez me cruzo con un texto en el que la electricidad es novedosa. Maiakovski parece obsesionado por el asunto, se preocupa por las cantidades que ve a su alrededor, como si los burgueses yanquis se fueran a morir de exceso de electricidad.

Cuando la llamada balanza de la historia empiece a oscilar, mucho dependerá sobre qué platillo pongan doce millones de negros sus veinticuatro millones de pesadas manos. Los negros, calentados por las hogueras de Texas, son una pólvora lo suficientemente seca para las explosiones revolucionarias.

Es llamativa la vigencia de algunos de los problemas que denuncia el poeta: la contaminación, la violencia contra los negros, las consecuencias de un mundo orientado por la publicidad en el que a todo se le puede poner un precio.

Eludiendo toda rigurosidad histórica5, diríamos que la magnitud de la impresión que Maiakovski se lleva de los Estados Unidos obedece a las circunstancias: un ruso que visitara el país 30 años antes no hubiera encontrado semejantes divergencias entre las dos culturas, y uno que lo visitara 30 años después se encontraría con unas divergencias tal vez mayores pero harto sabidas, famosas.

Es posible que los Estados Unidos en su totalidad se conviertan en los últimos defensores armados de la causa desesperada de la burguesía; entonces, la historia podrá escribir una buena novela parecida a “La guerra de los mundos” de Wells.

Notas


1

Ninguna de cuyas crónicas yo leí.

2

No está chequeado.

3

Que, insisto, nunca leí.

4

No se chequeó.

5

Se remite al lector al nombre de este blog.



2021-06-01 #literatura #libros
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