Apocalipsis

Notas de lectura

1

No sé qué es lo primero que leí ni el primer libro que me gustó, pero sí me acuerdo con precisión cuándo fui por primera vez blanco de la industria editorial, cuándo me convertí en un consumidor de libros: paseando por un shopping, creo que era el Plaza Oeste de Hurlingham, posiblemente a la salida del cine, alguien me alcanzó un volante promocionando una nueva colección: Fantasmas de Fear Street. Había algo en ese volante que me enganchó inmediatamente, serían las imágenes coloridas o la tipografía informal —que ahora me parece grotesca— o las ilustraciones de las tapas; esos libros no tenían nada que ver con la miscelánea de páginas quebradizas y olor a humedad de la biblioteca de mi casa ni con el material ineludiblemente educacional que circulaba por el colegio, libros que se prescriben como la vitamina C porque leer hace bien; lo que vendía el volante se parecía más a un cómic o un álbum de figuritas: un juguete. Debo haber manifestando mi interés de una u otra forma pero mis viejos nunca hacían compras on the spot, solo en fechas predeterminadas, así que fue recién el verano siguiente que recibí no uno sino dos libros de esa colección como regalo de Reyes.

Al primero, Escóndete y Grita, lo devoré en un par de días de vacaciones en San Clemente; la narración tenía suspenso, los protagonistas eran de mi edad y el ambiente parecido al de algunos programas de televisión —ese estilo de ficción que asume que el universo empieza y termina en los Estados Unidos—, todo tamizado por una extraña traducción española. Leí el segundo igual de rápido y durante los años siguientes me encargué de comprar cada uno de los libros de la colección, tal como se los listaba en las contratapas, como si la experiencia pudiera realizarse únicamente habiéndolos leído todos. Lo cierto es que, aunque la mayoría me gustaba, ninguno me causó un impacto semejante al primero; después de diez, veinte libros, mi interés se fue diluyendo y se hizo obvio, incluso para mi ojo inexperto, que se repetían ciertas fórmulas y que esas fórmulas ya no funcionaban para mí. Seguramente me hubiera venido bien a esa altura pasar a leer ficción “para adultos” pero, así como nunca me avisaron que después de los Beatles tenía que escuchar Pink Floyd, me faltó ese hermano mayor que me pasara el dato de seguir con Stephen King.

Muchos años después, cargué la pila de Fantasmas de Fear Street en la mochila, los vendí en un puesto del Parque Rivadavia y usé la plata en otro puesto para comprar algún libro del Señor de los Anillos, que fue la siguiente colección que abordé con fanatismo, un fanatismo impulsado más por el auge de las películas que por interés en la lectura.


2

Entré a la obra de Stephen King por los márgenes, primero unas notas biográficas sobre el oficio de escribir, después un policial contemporáneo.

Recién este año me siento preparado para encarar uno de los clásicos y, siendo que gira alrededor de una pandemia de gripe, Apocalipsis/The Stand parece el candidato ideal.

Desde que empezó la cuarentena, los libros los compro por lote en MercadoLibre. Quizás por el consabido esnobismo en contra de los best-sellers, ninguna de las librerías habituales, a las que le compré el resto de los libros, tenía Apocalipsis; se lo terminé comprando a una comiquería. Para redondear el chiste, cuando recibí el libro me encontré con que tiene unas cuantas viñetas intercaladas entre el texto.

Cada capítulo cambia el punto de vista, sigue a un personaje diferente, en algún costado del país. Me recuerda a la sensación que me provocó leer Kentukis, como de empezar de nuevo cada cuatro o cinco páginas.

Acá están la grotesca traducción española, el universo pop yanqui, la cosmovisión que conocí leyendo a los Fantasmas de Fear Street.

Me digo que tengo que dejarme de joder y empezar a leer estos libros directamente en inglés.

Con la diferencia de que estoy seguro de que Stephen King va a justificar estos saltos de personajes; que va a terminar juntándolos a todos y que va a haber valido la pena. A Kentukis le faltaron otras trescientas páginas para ser novela.

En paralelo con la lectura del libro estoy terminando, de una vez por todas, de ver Lost. Tardé dieciséis años. Encuentro muchos puntos en común: la comunidad improvisada, distintos sobrevivientes reinventándonse después de una tragedia, el músico de rock, la joven embarazada.

Parecería que Stephen King se propuso armar una historia exageradamente yanqui. Y no hay nada más yanqui que un roadtrip. El viaje del héroe es un roadtrip post-apocalíptico.

Hace unos cuantos años que no leo una ficción tan larga, que no tengo que convivir tanto tiempo con un libro. Probablemente desde 2666. No siento la necesidad de intercalar con otras lecturas, S.K. no es sucinto pero se las arregla para no aburrirme.

¿No dijo Bolaño que todas las novelas americanas, incluidas las escritas en castellano, son variaciones de Huckleberry Finn?

El título original, The Stand, refiere a una canción de Bruce Springsteen. Bruce Springsteen: una de esas cosas que solo existen en los Estados Unidos.

La novela es buena, pero no empatizo con los personajes. Son estereotípicos.

Creo pescar varias referencias a El Señor de los Anillos: el “hombre oscuro” con su ojo de fuego que escruta a la distancia, con su base de llena de orcos del otro lado de las montañas, esa irresistible analogía entre Mordor y Las Vegas.

Mi roadtrip favorito sigue siendo Tonto y Retonto.

Googleo “lost the stand”. Resulta que las similitudes no son casuales —tenían que ser obvias para que yo me diera cuenta—: los autores de la serie reconocen a la novela como su modelo. La búsqueda me espoilea algunos eventos del libro.

¿No es El Señor de los Anillos ni más ni menos que un larguísimo roadtrip?

Terminado el libro, busco en Wikipedia. No sólo había referencias al Señor de los Anillos sino que Stephen King partió de la premisa de escribir su propia versión yanqui y contemporánea del Señor de los Anillos. Tenía que ser así de obvio para que yo me diera cuenta.

Si me la hubieran vendido así, la habría leído quince años antes.
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3

Las calles estaban vacías, solamente se veían las ambulancias detenidas frente a los edificios y las bicicletas de los deliverys. Para salir había que portar alguna divisa, una bolsa para la compra o una mascota para pasear; la policía, de todas maneras, amenazaba a la gente, pedía documentos, se llevaba a algunos. La gente creyó que si seguía las instrucciones, si se aislaba en su casa, las cosas iban a estar bien. Se quedaban viendo la tele: los partidos de la Bundesliga, los programas de gordos futboleros discutiendo la Bundesliga, los gordos futboleros ventilando las internas de los planteles de la Bundesliga, siempre con el contador de contagios y de muertos actualizándose en la esquina de la pantalla. A la noche salían a aplaudir a los balcones.

Hubo convalecencias más cortas y más largas, hubo mejoras temporales seguidas de recaídas, pero no parecía haber recuperaciones. Los hospitales no daban abasto, unos camiones recolectores reemplazaron a las ambulancias, la gente se resignó a morir en su casa. Se formaban largas hileras frente a los negocios, las góndolas estaban vacías, proliferaban las discusiones. Las bicicletas de delivery seguían dando vueltas por las calles, sin nada para entregar. Se interrumpió el suministro eléctrico, primero —como siempre– en el Sur, después también en el Norte. Ya sin la contención de los medios de comunicación, sin las distracciones —en suma: ya sin la Bundesliga—, la gente se vio impelida a tomar las calles, a demandar respuestas. Hubo destrozos, hubo saqueos; algunos optimistas aprovecharon para requisar dólares en bancos y en colchones, otros intentaron huir nadando hasta el Uruguay, donde suponían que estaría todo bajo control.

Con la humedad otoñal y la basura acumulándose, el aire se hizo irrespirable. Siguieron semanas de lluvias torrenciales, los arroyos subterráneos rebalsaron, las avenidas quedaron sumergidas, flotaron cadáveres a la deriva. Los animales, vencedores de alguna guerra, se repartieron el territorio: en el aire, las palomas, y en las calles, las ratas; los gatos misteriosamente conformes con el jardín botánico y los parques aledaños; los perros carroñando en jaurías. Con el correr de las semanas, asomaron lagartos desde los márgenes. Pero los herederos definitivos tardaron meses en llegar: surcando llanos y montañas, cambiando el curso de los ríos, devastando bosques, sembrando pantanos putrefactos por todo el sur de la República llegaron los castores como bárbaros a enseñorearse de la ciudad.



2021-03-15 #libros #literatura #ficción #distopías #memorias
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Facundo Olano No sé qué es lo primero que leí ni el primer libro que me gustó, pero sí me acuerdo con precisión cuándo fui por primera vez blanco de la industria editorial, cuándo me convertí en un consumidor de libros: paseando por un shopping, creo que era el Plaza Oeste de Hurlingham, posiblemente a la salida del cine, alguien me alcanzó un volante promocionando una nueva colección: Fantasmas de Fear Street. Había algo en ese volante que me enganchó inmediatamente, serían las imágenes coloridas o la tipografía informal —que ahora me parece grotesca— o las ilustraciones de las tapas; esos libros no tenían nada que ver con la miscelánea de páginas quebradizas y olor a humedad de la biblioteca de mi casa ni con el material ineludiblemente educacional que circulaba por el colegio, libros que se prescriben como la vitamina C porque leer hace bien; lo que vendía el volante se parecía más a un cómic o un álbum de figuritas: un juguete. Debo haber manifestando mi interés de una u otra forma pero mis viejos nunca hacían compras on the spot, solo en fechas predeterminadas, así que fue recién el verano siguiente que recibí no uno sino dos libros de esa colección como regalo de Reyes.